Nuestra Señora de la Esperanza, de David Monthiel.

Nuestra Señora de la Esperanza, David Monthiel. Roca Editorial.

“Pues […] no hay necio que pierda su alcaldada/ Quiero mudar de estilo y de razones”. Lope de Vega.

“Lo llaman Cadifornia y no lo es—susurró—”. Bechiarelli.

Bajo la noche oscura, unos descerebrados errabundos, de fiesta por las sombras del Egipto—pirámide del ocio—, se encuentran muerto en un solar al concejal de Vivienda en el Ayuntamiento del cambio (del cambio) liderado ahora por el partido Poder Popular. Gabriel Araceli, que así se llamaba el nota, aparece tendido, plácido y casi como dormido, con la martilleada sesera armónicamente desparramada sobre unos charcos de orina que motean el asqueroso descampado. 

Cadiz, California. Fotografía de Patrick Tillett.

Rafael Bechiarelli no está acostumbrado a torear en semejantes plazas. El Carvalho gaditano se piensa a sí mismo como detective de barrio—diplomado, eso sí—, que se gana honradamente los cuartos destapando adulterios, desenmascarando a zascandiles que pretenden cobrar la baja para dedicar más tiempo ar futbito o siguiendo los vacilantes pasos de jovencitas hastiadas de la férrea tutela paterna. Por todo esto, cuando la despampanante alcaldesa del cambio (del cambio), Esther Amberes, le propone—le impone, más bien—la investigación de la muerte de Araceli, Bechiarelli se queda con la sensación de que el asunto, feo, le viene demasiado grande.

Mural.

Y le va grande, pero no necesariamente, pese a lo que él nos diga, por ser cosa de sangre o muerte, sino porque la alcaldesa, mujer fatal, lo atrapa. Ese engolfamiento le preocupa sobremanera a Bechiarelli, ufano por haber conseguido preservar la famosa autonomía del detective privado—sobre este asunto recomendamos encarecidamente el soberbio estudio de Manuel Valle, El signo de los cuatro—, una autonomía forjada a golpe de no casarse con nadie, aunque le costara vivir modestamente del “encarguito”, que cobra en quisquilla, o del desentrañamiento de la trapisonda cotidiana. 

Pero su autonomía peligra ahora porque el cliente le puede, especialmente cuando la arrebatadora Esther arteramente le recuerda que tanto ella, como su partido, representan a la “gente de a pie”.

Mural en Cádiz.

Detective, pues, sentimental, qué duda cabe, como aquel Marlowe que, por arrimarse a quien no debía salió escaldado en El largo adiós. Y al pobre del nuestro ni siquiera le sale bien el cinismo del glamuroso californiano, que no ponía tantas trabas a los verdes. 

Y es que a Bechiarelli lo enganchan por la vida. De un lado, claro está, la vida del común: la del Calentito, simpático y concienciado ciudadano ex-yonqui, la de las Mujeres Contra el Hambre, la de los parados abollados, la de Cádiz Contra el Frío, la de aquellos a quienes la crisis/estafa dejó aún más al relente… la vida de los pobres, en definitiva, que es también hasta cierto punto la de nuestro “Rafaé”. Pero del otro la vida prestada por el mito: los espías de Le Carré, Carvalho, Marlowe, o incluso la imagen de su medio paisano, Clark Gable. 

Cádiz, Ohio, lugar de nacimiento de Clark Gable.

De hecho, incluso la pobreza del huelebraguetas nos viene marcada ya de entrada por la descripción de su misérrima oficina, otrora almacén de muebles de un restaurante, en la que las desvaídas pegatinas que decoran los inseguros ficheros un algo tienen en común con la “reasonably shabby”—la razonable cochambrez—de la oficina angelina de Philip Marlowe.

Fotograma que muestra la oficina de Philip Marlowe.

¿En qué resulta el singular maridaje de la vida del mito y la vida del común? Aquí creemos que en el caso. La vida (perra) del caso, sí—patear las calles, hablar con informantes, lidiar con reptiles—, pero también la vida del caso. Esto es, las miserias de quienes lo rodean. No es de extrañar, pues, que se le abran las carnes en cuanto pisa la calle, aquí más arteria desangrada que “Walk of Fame” hollywoodiense. Y allí acaba, deshauciado en represalia por la solución insatisfactoria de un caso carnavalesco. Echado de casa a las calles, donde se funden los eslóganes de los partidos—“sí se puede”, “no hay pan para tanto chorizo”, “me sobra mes a fin de sueldo”, “las sociedades que prosperan son las que confían en los mercados”—, con los illospishasámonos y joé.  

Pintada en Cádiz.

El mundo del mercao en consonancia, pues, con el mercado-mundo. Pocas ciudades hay, desde luego, en la que esta mezcla resulte más natural que en la fenicia y trimilenaria Gadir. Porque esta novela nos pasea por el Cadi-Cadi, sí, pero las historias que cuenta muy bien podrían haber sucedido en cualquier lugar del globo, incluso en los mares del sur. Aquí el muerto también parece poco víctima, la verdá (croqueta, que entra mejor que la otra). 

Tapia de un cementerio gaditano.

La investigación de Bechiarelli, así, adquiere un carácter más cercano a la subversión o, al menos, al cuestionamiento de quienes manejan los hilos—que muy bien podrían ser sus propios clientes—que a la restauración del status quo—quizá por eso tiene que marcharse de su oficina. Nuestro detective se resiste a ser quien deba suturar un tejido social roto y coser heridas. 

Cadiz, California. Fotografía de Patrick Tillett.

Y todo esto en una Cádiz que no es Cadifornia, aunque alguno de los ambientes de Nuestra señora de la Esperanza no puedan por menos que recordarnos a la homónima ciudad californiana que interrumpe el desierto del Mojave, en algún lugar de la mítica ruta 66. Porque, tal vez, en nuestro mundo, ni siquiera la mítica California, factoría de los sueños, pueda llegar a Cadifornia. ¿Será que la historia que empieza en farsa acaba en tragedia?

Cadiz, California. Fotografía de Patrick Tillett.

M.M.

Disponible en la librería Estudio en Escarlata

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