Cámara obscura. Cómic.

  • Guión, dibujo y color: Cyril Bonin            
  • Ponent Mon 

Un clásico literario es uno de esos raros libros o relatos que cada vez que los visitamos tienen algo nuevo que aportarnos, algo que crece junto a nosotros y cuya lectura es un placer que no pueden ensombrecer ni nuestras otras aficiones, ni internet, ni los profesores de literatura. Un clásico te atrapa y entre ellos pasa sus días Sèraphine Dambroise, sumergida en un mar de páginas impresas llenas de mundos que la sacan de ese caserón familiar que ha visto mejores momentos desde que el tatarabuelo hiciera fortuna durante la Revolución y dedicase el resto de sus días a perderla sobre los tapetes. Séraphine, como hija de esa burguesía gala industrial posterior a la primera guerra mundial, no sólo es animada en esa actividad por sus progenitores como algo provechoso y especialmente conveniente, no sólo por ser una señorita casadera sino por permitirla vigilar a su senil abuelo Jules –quien antes de perder la cabeza también perdió un buen montón de dinero por heredar un gusto por el juego que corre por las venas de la familia Dambroise-.  

La única que afea su dedicación literaria a Sèraphine es su algo bohemia y muy liberada tía Alma, narradora del relato e hija menor de Jules en edad y en legados que, cuando vio a su hermano ocuparse en la administración de la fábrica textil familiar, decidió que no quería deber nada a nadie, ni vivir a la sombra de ningún otro y empezó a disfrutar de los coches descapotables, el roce con los famosos y de dejar con dos palmos de narices a esos pequeños e insatisfactorios insectos denominados hombres que revolotean a su alrededor. Esa vida contemplativa cambiará cuando unos ladrones se lleven los tres retratos de los antepasados ilustres de la familia y un extraño joven empiece a rondar la mansión, puesto que Alma, Sèraphine y Jules ayudarán -o sea, estorbarán- al detective Leblanc a resolver el misterio de ese robo tan poco lucrativo en apariencia. 

En 2010 Cyril Bonin se independizó de guionistas con esta pequeña obra -sólo dos álbumes – tras una década dedicada a pulir sus habilidades gráficas entre las series Fog y Quintett, bajo guiones de Roger Seiter y de Frank Giroud respectivamente-, pero, con cierta prudencia, no alejándose de los géneros del misterio y de época que habían marcado esas obras previas con leves cambios (de la Inglaterra victoriana pasamos a la Francia de principios del siglo XX y de la crónica de época a un misterio familiar enclavado en el mismo periodo).  

Lo que sale de ahí es un entretenido y clásico relato de misterio, en el que se rinde homenaje confeso a Maurice Leblanc y, por extensión, a toda esa narrativa de suspense que va desde la segunda mitad del siglo XIX a la primera del XX, con sus detectives de alerta mirada y afinada inteligencia. Bonin, a pesar de ser un novato en el guion, se las arregla para darnos unos personajes de los que nos encariñamos en seguida, incluido el inicialmente seco y recto inspector Leblanc y la ácida Alma, sin casi darnos cuenta. Los diálogos suenan naturales y las interacciones de personajes fluidas. El romance –o su embrión-, el humor y la guerra de sexos, cuya mezcla nos ha dado tantas comedias del Hollywood dorado, hacen su aparición en las dosis justas y demuestran que en la dedicatoria inicial no aparecen Wilder y Capra al lado de Leblanc y otros grandes artistas –de bande desinée o no- sólo para darse ínfulas de autor exquisito, sino que ha captado la manera perfecta de reproducir sus dinámicas al tiempo que este trabajo adquiere un tono propio. 

Ese tono clásico se apoya en la soberbia ambientación que nos transporta hasta las narraciones de detectives clásicos, casi sin adulterar, gracias a la documentación reunida por el autor ya desde la serie Quintett. Cuando hablo de documentación no lo hago sólo de la moda o la tecnología -que, gracias a Alma y a su afición a ser moderna, está bastante presente en forma de automóviles pero también en algún que otro aeroplano- sino también a los cambios que empezaban a impactar en las costumbres burguesas del momento; buena muestra de esto es esa conversación familiar en la que sale a colación ese feminismo de primera ola que añade unas gotas de caracterización tanto a los personajes femeninos como a los masculinos y que establece sutiles diferencias entre Sèraphine y Alma, aun estando ambas esencialmente de acuerdo.  

El sentido del humor también encuentra su espacio, principalmente en la figura del senil Jules, que aportará los momentos más divertidos al tebeo con alguna que otra salida de tono, y, sobre todo, con esas huidas que ponen en jaque a los demás personajes y que llevan a más de un momento de equívoco e, incluso, de comedia física. Otra fuente de humor, más irónico, se da en el intercambio de sutiles pullas que Alma y Leblanc se tiran hasta el final del cómic.  

Como en las obras homenajeadas por el autor, las cuestiones sociales se encuentran bastante en segundo plano y todas las consideraciones en torno a estos temas salen indirectamente del contexto propio del relato, sí tenemos esa charla sobre feminismo y sí vemos la importancia de la reputación social gracias al personaje del criado, Maurice, pero esto es por necesidades narrativas o de caracterización y no porque se busque hablar de la reinserción o hacer denuncia social. Esto hace que el relato fluya con bastante rapidez, atento sólo a lo que necesita la historia para ser contada, perdiéndose por el camino cualquier intento de denuncia explícita, cosa que desagradará a los que busquen ese fondo pero que evita el autor -bisoño en el arte del guión, no lo olvidemos- no cargar con un lastre adicional a la hora de manufacturar este tebeo-. 

Algo que sí me ha llamado la atención, por alejarse un tanto del canon clásico detectivesco y acercarse más a lo hardboiled, es esa breve secuencia en que Leblanc ejerce de tipo duro con un par de esos sospechosos; me ha llamado la atención, debo aclarar, para bien, puesto que esos pequeños momentos son también plenamente coherentes, no encontrándose en el relato secuencias de relleno ni de cara a la galería. Cuando se llega a la última página, todos los personajes tienen su arco, todo el atrezzo está colocado por alguna razón y hasta las situaciones más aparentemente secundarias tienen una justificación dentro de la coherencia interna del relato, incluso ese inicio con el inspector Leblanc y la pitonisa. 

Como dibujante, Bonin elige subdividir las páginas en tres o cuatro tiras de viñetas que irán adquiriendo un tamaño más o menos grande, combinándose entre lo horizontal y lo vertical según le convenga para lo que tiene planeado. Podemos ver una clara evolución desde Fog con unas figuras que, a pesar de tener unas formas realistas -aunque tendentes a la caricatura-, van ganando peso específico y adquiriendo volumen, con líneas menos rígidas y un movimiento más natural que en los últimos álbumes de su colaboración con Seiter (en este aspecto, Quintett ya se desarrolla gráficamente en este camino, pero al estar en un ochenta por ciento inédito en España se hace imposible al aficionado medio juzgar la evolución del autor).  

Quizá, dentro de esa puesta en escena elegante y fluida, lo que más llama la atención de los encuadres que usa el dibujante, un estilismo que permanece en sus obras más recientes, es esa costumbre de dibujar a los personajes como si estuviera haciendo un leve contrapicado, poniendo el punto de vista un poco más bajo de lo habitual, como si todo lo estuviésemos viendo desde la perspectiva de un infante que contemplase las acciones de sus mayores sin poder aún intervenir.  

El color sigue una paleta limitada, como ocurría en Fog –la cual siempre giraba en torno a un color predominante en cada uno de sus ocho álbumes- pero con preferencia por los tierra, permitiendo al autor usar esa iluminación basada en un filtro de amarillo huevo, que baña su obra y aporta una luminosidad alegre a sus páginas. Lo que no hace aún tanto es usar ese color para añadir volúmenes a las figuras, sobre todo en los rostros, como hará posteriormente. 

El mimo con el que todo está planeado y esa precisión milimétrica a la hora de encajar todas las piezas del misterio demuestran que, aunque parezca que lo detectivesco está pasado de moda, aún queda vida en el género del misterio más tradicional. Si además contamos con una edición como la de Ponent Mon, en tapa dura y de papel con buen gramaje sobre el que se reproduce perfectamente el dibujo, no debería costar mucho a los amantes del suspense más clásico ponerse a buscar este volumen -que actualmente se encuentra saldado y, por tanto, a precio de derribo, como buena parte del catálogo más antiguo de Ponent Mon-. 

Miguel Ángel Vega Calle 

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