El hombre de mimbre. Película. 

La naturaleza es implacable hacia los individuos, algo que los humanos interpretamos frecuentemente como crueldad cuando sólo es indiferencia y, por eso, hemos intentado, desde los albores de la humanidad, crear ritos para aplacarla cuando escapa a nuestro control. Desde los altares sacrificiales hasta el Net Zero actual, buscamos incansablemente que las cosechas nos sean propicias y los pedriscos lejanos, y si para ello hace falta sacrificar el diésel o una virgen rubia, pues oye, más se perdió en la guerra. Ser ese sacrificio es justo lo que el sargento de policía Howie (Edward Woodward) teme que le pueda haber pasado a Rowan Morrison, una niña de doce años oriunda de la isla escocesa de Summerisle, cuya desaparición ha sido denunciada de forma anónima. Pero pronto descubrirá que es muy difícil ser un héroe que salva rubicundas víctimas de un altar de piedra cuando todos los paisanos del lugar te toman a ti y a tu investigación por el pito del sereno. 

“- Confío en que la vista de la gente joven le haya reconfortado. 

– No, señor, no me ha reconfortado. 

– Pues lo siento. Uno siempre tendría que estar abierto a las influencias regeneradoras. Tengo entendido que está buscando a una niña que ha desaparecido. 

– Ya la he encontrado. 

– Espléndido. 

– En su tumba. Su Señoría es juez de paz. Necesito su permiso para exhumar su cuerpo y hacerlo transportar a tierra firme para un informe forense. 

– ¿Sospecha algún delito? 

– Sospecho asesinato y conspiración de asesinato. 

– En ese caso, debe seguir adelante. 

– Su Señoría parece extrañamente indiferente. 

– Confío en que sus sospechas no se confirmen, sargento. Aquí no cometemos asesinatos, somos gente profundamente religiosa. 

– ¡¿Religiosa?! Con iglesias en ruinas, sin ministros ni sacerdotes… ¡y con criaturas que bailan desnudas! 

(…) 

– Naturalmente, es mucho más peligroso saltar sobre el fuego con la ropa puesta.”. 

Aún peor que el que la llegada del sargento Howie, a lomos de su avioneta, lo único que haya generado sea diversión por ver a ese forastero husmeando torpemente en la islita, es que al pobre oficial de policía, de fuertes convicciones cristianas, inmediatamente se le hayan presentado ante los ojos todas las perversiones a que conlleva la religión pagana de los isleños, sin ningún tipo de vergüenza ni ropa interior, y la educación pagana y libertina que los pobres infantes del lugar reciben. Costumbres que pondrán a prueba el carácter y creencias cristianas del sargento cuando la voluptuosa hija del posadero, Willow (Britt Ekland), ponga en jaque la templanza del representante de la ley y el orden, representando una zancadilla más a la investigación de esa desaparición. 

Si esto les suena a cualquier cosa menos a una típica investigación en la campiña inglesa, a lo Agatha Christie, están ustedes en lo cierto, aquí nos encontramos con un policía que va haciendo de bola de pinball mientras reúne pistas más bien escasas en un lugar en que todo el mundo menos él sabe cuál es el chiste en una investigación que es más una experiencia surrealista antes que un caso sólido. Un poco el reflejo de cómo se gestó esta película, que hace bien en poner en sus títulos de crédito “Anthony Shaffer´s The Wicker Man” porque si no fuera por la cabezonería de este dramaturgo no habría habido película. Todo empezó cuando Shaffer, asociado a un Christopher Lee harto de estar asociado al Drácula de la Hammer, compró los derechos de la novela Ritual, escrita en 1967 por David Pinner y en la que un policía investigaba un sangriento crimen ritual. 

Shaffer, avalado por su éxito como dramaturgo detrás de La Huella y como guionista tanto de la versión cinematográfica de esta misma obra como de Frenesí (1972, d. Alfred Hitchcock), parió un guión que llevarse a las cámaras. Este primer guión, por si acaso alguien lo dudaba, no gustó a nadie. Nada de nada, ni a Lee, ni al director elegido para la cinta y compañero de producciones televisivas de Shaffer, Robin Hardy, ni, aún más importante, a Peter Snell, el productor de la British Lion que iba a poner la viruta para hacer la cinta. 

Así que Shaffer, presionado por el tiempo, vuelve a ponerse ante la máquina de escribir para darnos una investigación dentro de una comunidad cerrada -religiosa y físicamente-, marcada por un culto panteísta para el que Shaffer mezcla sin vergüenza (ni ropa interior) La guerra de las Galias de Julio César, La rama dorada de Frazer, un buen montón de simbología religiosa y prácticas paganas celtas, griegas, italianas e incluso centroeuropeas, en un totum revolutum mistérico y a la moda 1, que por algo estaban en plena era hippy de las religiones new age y del retorno a la tierra. Al final acaba quedando una historia en que, aunque la investigación de un posible delito es la médula espinal, se mezcla lo detectivesco con el folk horror, la sátira, lo conspiranóico y la comedia con gotas de nudismo. Y ahora sí, todo el mundo parece quedar encantado con esta última versión, así que, hale, a filmar, que la British Lion tenía que sacar una película rápido para que no pareciera que la adquisición de la empresa por John Bentley se debía a una dudosa operación financiera (cosa que les obligó a empezar a filmar en el otoño de 1972 y a tener que simular que estaban en primavera, porque el punto culminante de la trama se da el primero de Mayo). 

Robin Hardy, en su primer largometraje ocupando la silla de director, contribuyó un poco al caos declarando que el film era un musical y posteriormente rodando la cinta con un estilo eficaz y no exento de algún hallazgo visual (como ese caracol que sirve para ilustrar, sin ser explícitos todavía, lo que ocurre en la habitación de Willow por las noches, o la manera que tiene de iluminar el inicio de la primera noche del sargento dando vueltas por la isla y descubriendo las desinhibidas costumbres de los habitantes), pero que no logra elevarse por encima de un formalismo bastante televisivo, sin aprovechar completamente los escenarios naturales en que transcurre la historia, y fiándose, quizá en exceso, del atrezzo para crear desasosiego e inquietud. Al final, las escasas escenas que poseen la sensación onírica con que el guión deseaba teñir al film serían esas en que el sargento aparece comulgando o ese ya mencionado inicio de su primer paseo nocturno, perdiéndose por el camino ese ambiente que se quería crear y al que pensaban que contribuirían las canciones folk que Paul Giovanni crea –e interpreta, que él es el que aparece cantando en la posada del Hombre Verde-. 

Que, por cierto, las dos canciones que abren la cinta, consecutivas en los títulos de crédito, sí son una interesante metáfora de Hardy cuando te das cuenta de que, simbólicamente, plasman el paso del policía desde la sociedad escocesa más ordenada de la que viene (con esa canción de las ovejas, que habla tanto del medio de producción local como de su religiosidad), y pasa a esa tierra pagana a la que tendrá que enfrentarse (reflejada en la pícara Annie, que protagoniza esa segunda canción). 

Edward Woodward, como Neil Howie, aparece en algunos pasajes sobreactuado, con ademanes excesivos e incluso lleno de un sudor fruto de su exagerado enfrentamiento de su personaje con sus deseos carnales, la razón de estas sobreactuaciones sólo puede ser el intento por parte del intérprete de insertar a su, generalmente sobrio, personaje dentro de esa atmósfera de irrealidad que teóricamente debía envolver el relato, propósito frustrado por esa manera más seria y plana de filmar de Hardy. Sería injusto calificar al actor de sobreactuado por esos breves pasajes, como hacen algunos, sobre todo si tenemos en cuenta que a lo largo de la cinta sólo con sus gestos, especialmente lo que transmite con sus ojos y con el rictus de su boca, crea un personaje que transmite perfectamente su moralidad cerrada y la incomodidad creciente del mismo ante lo que va descubriendo sin necesidad de abrir la boca. Esta actuación tan convincente debería darnos una idea del gran intérprete que fue Woodward, sobre todo si tenemos en cuenta que venía de casi un lustro interpretando a ese protohéroe de acción británico que era el agente secreto David Callan, para la Thames Television, con todos los tics actorales que venían asociados a dicho personaje. 

El único otro actor capaz de hacerle sombra es, por supuesto, Christopher Lee dando vida al burlón Lord Summerisle, en la que fue el papel preferido del intérprete durante toda su carrera, un lord británico consciente de su poder y de tener, como ese escarabajo atado a un clavo, al policía dando vueltas sobre sí mismo. El resto de los que pasan por pantalla tienen papeles tan secundarios que no teniendo casi tiempo para decir sus escasas líneas menos tienen aún para brillar, situación que afecta especialmente a Diane Cilento, que da vida a la profesora local, personaje que podría haber dado más juego tanto en su papel como docente a cargo de Rowan Morrison como en el de amante de Lord Summerisle. Una excepción a esta regla se da con el personaje de Britt Ekland, quien, a mitad de camino entre chica de gangster, en Asesino implacable (1971, d. Mike Hodges), y chica Bond, en El hombre de la pistola de oro (1974, d. Guy Hamilton), encuentra la tecla adecuada para captar ese aire burlón y lleno de segundas intenciones necesario para hacer funcionar al personaje de Willow. 

La cinta, generalmente considerada como el enfrentamiento entre cristianismo y paganismo, en una época en que la contracultura había erosionado las tradicionales formas de religiosidad occidentales (sintomático es que esta cinta salga el mismo año que la actualización del mito fílmico de Cristo, con el postconciliar musical Jesucristo Superstar), es, además de eso, una peculiar muestra de uno de los temas que Anthony Shaffer reitera a lo largo de su obra, el de la oposición entre clase obrera y privilegiada, puesto que aquí esa religión pagana practicada en Summerisle es sólo posible porque la fortuna e influencia de Lord Summerisle la sustenta, no algo realmente propio de sus habitantes, y la oposición que se dará entre éste y el sargento Howie se basa tanto en la religión como en que el sargento es el representante de la ley y del Estado de Derecho retados por un señor feudal, esto es, Howie se convierte en el defensor de un orden ilustrado colocado frente a un líder carismático

“-En el siglo pasado los isleños se morían de hambre. Como nuestros vecinos hoy día, subsistían precariamente de las ovejas y del mar. Luego, en 1868, mi abuelo compró esta isla estéril y empezaron a cambiar las cosas. Un distinguido científico victoriano, agrónomo, librepensador… Qué aspecto más formidable y benevolente…Esencialmente, el rostro de un hombre incrédulo hacia la bondad humana.  

-Es usted muy cínico, milord. 

-Lo que atrajo a mi abuelo a la isla, aparte de la profusa fuente de trabajo abnegado que prometía ser, era la combinación única de terreno volcánico y las corrientes templadas del golfo que la rodeaba. Sus experimentos le hicieron llegar a creer que aquí sería posible propiciar con éxito el cultivo de ciertas variedades de frutas que él mismo había desarrollado. Así que, con el típico celo victoriano, se dedicó de lleno a ello. La mejor manera de conseguirlo, o eso le parecía, era sacar a la gente de su apatía devolviéndoles sus gozosos dioses antiguos, y como resultado de este culto la estéril isla florecería y daría frutos en gran abundancia. Lo que hizo, por supuesto, fue desarrollar nuevos cultivos de frutos resistentes, adecuados a las condiciones locales. Pero, claro está, al principio trabajaban para él porque les alimentaba y les vestía, pero más tarde, cuando los árboles comenzaron a dar frutos, fue muy diferente. Y los sacerdotes abandonaron la isla para nunca volver. Lo que mi abuelo había empezado por conveniencia lo continuó mi padre por…amor. Él me enseñó de esa manera a respetar la música, el drama y los ritos de los dioses antiguos. A amar la naturaleza y a temerla…y a confiar en ella y a apaciguarla en caso necesario…Me educó para… 

– ¡Le educó para ser un pagano!   

– Un pagano, posiblemente, pero no, espero, un ignorante.”. 

Hay que resaltar también que la cinta, usualmente reducida sólo a un ejemplo de folk horror, puede dejar descolocado a aquel que se acerque esperando –como me pasó a mí- un terror basado en el susto fácil o en la casquería. Por la manera en que está dirigida, jugando más la carta de exasperar al espectador al mismo tiempo que al protagonista y de aumentar el aire ominoso y la claustrofobia en torno a éste, sería, de ser sólo una cinta de terror, uno de los ejemplos de ese inhabitual –y especialmente difícil de ejecutar- horror diurno que podemos apreciar en Quién puede matar a un niño (1976, d. Chicho Ibáñez Serrador). A este respecto, el humor que desprende de la cinta y las canciones con que se entreteje la historia crean, antes que un alivio como en otras cintas y sin llegar al onirismo buscado, un sentimiento de extrañamiento, tanto en el espectador como en Howie, que funciona bastante bien una vez te metes en la historia. 

Historia que tardó en llegarnos íntegra, puesto que la carrera de obstáculos no acabó con el rodaje, ya que un directivo de la British Lion la consideró tan ofensiva que decidió utilizar la tijera para el metraje que se acabó estrenando en cines, no llegando a recuperarse todo su metraje hasta hace pocos años; eso ha hecho que este clásico de culto se haya estrenado y reestrenado cada cierto tiempo con metraje recuperado. La cinta también logró esquivar la inesperada censura de Rod Stewart, quien, cuando posteriormente inició una relación con Britt Ekland, intentó comprar todas las copias de ésta para destruirlas con el fin de evitar que cualquier otro viese los desnudos encantos de su novia (porque cuando Stewart cantaba que si pensabas que alguien era sexy había que decírselo, debía estar pensando que sólo se aplicaba este concepto a él, no a sus parejas). 

Esta película al final, tras su accidentada historia, queda como una rara avis a medio camino de todo, única en su especie, pero extrañamente satisfactoria a pesar de no llegar nunca a ser brillante. Lo peor que podemos decir de la misma es que está filmada de una manera demasiado convencional y que, aún peor, es en parte culpable de que Ari Aster filmase la soporíferamente estirada Midsommar. Sólo puedo decir que a mí me ha gustado y que si se sabe en dónde se mete uno puede ser una opción divertida para ver el lado oscuro de la contracultura setentera.  

Título original: The Wicker Man 

  • Año: 1973 
  • Duración: 85 min 
  • País: Reino Unido 
  • Dirección: Robin Hardy 
  • Guion: Anthony Shaffer (basada en la novela de David Pinner) 
  • Reparto: Edward Woodward, Christopher Lee, Britt Ekland, Diane Cilento, Ingrid Pitt, Lesley Mackie, Walter Carr, Lindsay Kemp, Aubrey Morris. 
  • Música: Paul Giovanni 
  • Compañías: British Lion Film Corporation (puede verse en Filmin) 
  • Fotografía: Harry Waxman 

Miguel Ángel Vega Calle 

  1. En este artículo se desmenuzan todos y cada uno de los símbolos, rituales y referencias que aparecen en la cinta de una forma mucho más acertada de la que este reseñista podría hacer. ↩︎

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