La huella. Película.

En medio de un zoo de muñecos vive el prestigioso y estrafalario escritor de novelas de intriga Andrew Wyke (Laurence Olivier) quien, en este soleado fin de semana, ha invitado a su gran mansión solariega a Milo Tindle (Michael Caine), el amante de su mujer y propietario de una poco glamurosa cadena de salones de belleza, para proponerle un ingenioso delito sin víctimas (excepto, quizás, una compañía de seguros). Pero, ni Wyke es un niño grande, ni una criatura desinteresada. Sus auténticas           intenciones se desvelarán cuando la mañana pase de lo dicharachero a lo siniestro.

““Wyke: – Ahora ya sabemos lo que puede dar de sí un juego entre usted y yo…Algo apasionante…”

Dos personas reconciliadas, muy semejantes, que tienen el valor y el talento de hacer de la vida una charada, una ingeniosa diversión. Feliz invento el de hacer frente a la vaciedad y a los temores por medio del juego. Simplemente jugando.

“Tindle: – ¿Ha olvidado ya al italiano muerto de hambre que desconocía cuál era su puesto? (…) Ya basta de jugar a perder…mi padre sólo jugó a perder, y su padre, y el padre de su padre. ¡Y perdieron para que ganaran los hombres como usted! ¡Pero eso se acabó conmigo!”.”

La película empieza como una comedia que, mediante una hábil esgrima verbal, enfrenta a dos personajes, desconocidos entre sí hasta ese momento, mientras avanza, subiendo la tensión de esa rivalidad, hasta que estamos dentro de un retorcido juego de ingenio. Desde un primer momento Mankiewitz ya nos muestra, mediante una aguda metáfora visual, que Tindle está perdido en ese entorno mientras nos introduce suavemente en la trama -que gira alrededor de un marido, Wyke, que ha perdido a su esposa a favor de Tindle pero que no se resigna a perder a ningún juego, sea el que sea-.

Wyke: – ¿Qué hace con ese taco en la mano?

Tindle: – Estaba esperando a que fallara usted.

Wyke: – Ja, ja… Inocente muchacho”

El encuentro inicial ya revela las diferencias entre ambos personajes cuando el aristocrático y elitista Wyke lo primero que hace es preguntar a Tindle si “¿Está de acuerdo en que la novela policíaca es la recreación habitual de las mentes nobles?”, y este, en un breve diálogo, le devuelve la pelota preguntándole inocentemente si sus novelas de misterio se adaptan mucho a la televisión, obteniendo un:

“No, ni hablar, jamás lo permitiría. Ese (…) no es mi medio, no. La televisión no está en mi línea de trabajo; lo mío es la realidad policíaca no la ficción policíaca”.

Porque en el fondo, el motor de esta película, y de la obra de teatro en la que se basa, es la lucha de clases. La manera en que la expone es lo que nos mantiene pegados a la pantalla a lo largo de sus dos horas de metraje.

El personaje más atractivo en un primer momento es Wyke, su extravagancia y carácter jovial le dan un exuberante atractivo; parece simplemente un hombre rico y famoso que, ya con el futuro asegurado, ha sucumbido a su lado infantil. Así se explica que, tras unos primeros roces medio en serio, alguien tan práctico como Tindle se embarque, sin demasiadas preocupaciones, en un plan diseñado por Wyke para conseguir un dinero de manera ligeramente delictiva, aunque, sin saberlo, donde se mete de lleno es en la trampa que Wyke ha urdido para humillarlo.

“- ¡Vamos!, usted se ha educado en Inglaterra y, como sabe, eso no le permite ser grosero.

– ¡Usted lo está siendo con una mujer a la que quiero!

– Nada de eso, estaba recordando a mi mujer…

– Que viene a ser lo mismo”.

Andrew Wyke, en realidad, es rico y juguetón, sí, pero sus juegos no son inocentes sino que disfruta de la humillación de sus semejantes, todos los juguetes apiñados a su alrededor no son más que una corte que le ríe las gracias cuando él lo ordena sin poder contradecirle en ningún momento, como esos enanos y bufones que los reyes tenían antaño.

Tindle, al comienzo, se nos muestra como un hombre próspero, incluso adinerado, pero que se encuentra ligeramente retraído al contemplar lo que es ser rico de verdad y que, a pesar de todos sus logros -siendo el mayor de ellos el haberle arrebatado a Wyke el corazón de su esposa- sigue siendo un hijo de inmigrante italiano que se ha elevado hasta la clase media pero que aún se siente inferior al lado de gente como Wyke. Así vemos que él mismo intenta parecer más distinguido, sin éxito, no usando jerga propia del vulgo –un guiño gracioso, si tenemos en cuenta que el actor elegido para este papel, Michael Caine ganó popularidad por usar un fuerte acento cockney en sus interpretaciones-, sin percatarse de que Wyke nunca ha tenido la menor intención de respetarlo.

Pero uno no sale de la miseria sin ser capaz de resistir los golpes ni sin un mínimo de orgullo, así la revancha de Tindle, cuando llega, es a su modo tan cruel como el insulto recibido. Y ahí, justo en ese momento, es cuando la temperatura sube de verdad y el duelo, que hasta ahora sólo ha hecho heridas dolorosas pero superficiales, se convertirá en mortal.

Para que una película así funcionase necesitaba de un par de actores excepcionales, como lo eran Lawrence Olivier (1907, Surrey – 1989, West Sussex) y Michael Caine (1933, Londres), ambos curtidos en el teatro y capaces de enriquecer sus líneas con los gestos más sutiles, los más exagerados, y el uso de diversos acentos y tonos de voz. Tanto dieron en la diana con esta película que ambos fueron nominados al Óscar al mejor actor, aunque lo perderían ante el Vito Corleone de Marlon Brando.

Joseph L. Mankiewitz (1909, Pensilvania – 1993, Nueva York) vuelve en esta, su última película, al entorno teatral por el que ya se había interesado anteriormente en su carrera –tanto ambientando películas en el mundo del teatro como adaptando a la gran pantalla textos teatrales -ahí están, como ejemplos, Eva al desnudo (1950) o De repente, el último verano (1959)- y repite en la comedia, tras filmar dos años antes ese magnífico western, teñido de género negro, que es El día de los tramposos.

Uno de los aciertos de Mankiewitz a la hora de llevar a la gran pantalla la obra de teatro es contar al guión con Anthony Shaffer, el autor del libreto original y que luego tendría una prolífica carrera escribiendo para el cine además de para las tablas, que supo darle el tempo adecuado a unas actuaciones irrepetibles mientras el director las encuadraba. Encuadres que han sido acusados, injustamente a mi parecer, de ser excesivamente teatrales más que cinematográficos; baste recordar esa secuencia inicial en que vemos, mediante planos picados, a Caine adentrarse en ese laberinto de setos o cómo usa el director los muñecos que pueblan el salón de la mansión para remedar las reacciones del público ante las múltiples estocadas verbales que se asestan los personajes o, ya para acabar, ese uso de estos mismos muñecos para enfatizar un final pesadillesco y claustrofóbico.

Un lujo de película cuya aura se acrecienta aún más si la contrastamos con la adaptación de la obra que perpetraron en 2007 Kenneth Branagh a la dirección y Harold Pinter al guión, en la que deambulan por la pantalla Michael Caine, encarnando a Andrew Wyke en este caso, y Jude Law, como Milo Tindle, recordándonos en todo momento aquella confesión que una vez hizo Stallone (“A veces mis hijas me preguntan: <<papá, ¿cómo fuiste capaz de hacer semejante mierda?>> y yo las respondo: <<hija, esa mierda ha pagado esta casa en la que vives>>”).   

  • Titulo original: Sleuth
  • Director: Joseph L. Mankiewitz
  • Guionista: Anthony Shaffer (basado en su propia obra de teatro)
  • Intérpretes: Lawrence Olivier (Andrew Wyke), Michael Caine (Milo Tindle), Alec Cawthorne (Inspector Doppler), John Matthews (Detective Sergeant Tarrant), Eve Channing (Marguerite Wyke), Teddy Martin (Police Constable Higgs)
  • Productora: 20th Century Fox, Palomar Pictures (puede verse en Amazon Prime)

Miguel Ángel Vega Calle

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