La soga de cristal (Muerte en Santa Rita, 3), de Elia Barceló.

La soga de cristal, Elia Barceló. Roca.

Desde el 2022 cada mayo, junto con sus flores, nos trae otra entrega de la serie «Muerte en Santa Rita»: ya reseñamos Muerte en Santa Rita y Amores que matan, hoy nos atrevemos con La soga de cristal.

Y digo lo de atrevernos, por, entre otros motivos, la peculiar ambientación de este caso. Mientras que la primera entrega sucedía en la primavera de 2017, la segunda se ocupaba del verano. En esta ocasión, ¿progresamos? hacia el otoño mediterráneo.

Y ya sabemos aquí que la estación de Pesadilla antes de Navidad resulta época de huesos, cabezas y calabazas, algo que se cumple, y con creces, en La soga de cristal.

Que interesa dos tramas relacionadas en muchos sentidos. En primer lugar, la que concierne la muerte del Maestro, gurú de la secta «Los Mensajeros de Ishtar», también conocido este señor en la vida civil como Thomas R. Greenleaf o Avelino Ramírez Cuesta. A lo largo de esta peripecia, que se encargan de desentrañar Lola Galindo (también residente de Santa Rita) y su compañero, Marino Vidal, la narración se adentra en los delirantes funcionamientos internos de una comunidad cerrada para el mundo. Aquí intervienen miembros de la opaca comunidad, tales como Ascuas, Brisa, u Ora, junto con una nueva adepta, Laia, nieta de una de las habitantes de Santa Rita.

En segundo, la comunidad de Santa Rita, y muy particularmente la matriarca, Sofía Rus—u O´Rourke—, tendrán que enfrentarse a unas apariciones espectrales, resto terreno de una prima de la madre de Sofía, la joven Lidia Balmaseda Montagut, muerta en 1916 como resultado de una serie de sórdidos encuentros.

Así, el caso concreto—la desaparición de Avelino-Tom y las varias peripecias de los adeptos de la secta de Ishtar—se intercala en el que podríamos llamar el caso-marco, o el caso en largo, que une las tramas de las novelas anteriores de la serie con esta.

Que interesa la saga de los Montagut-O´Rourke (Rus) y los varios secretos que encierra la curiosa familia, fundadora del primero balneario, sanatorio mental después y casa comunal ahora que da nombre a la tetralogía—la que falta, la de invierno, se publicará el año que viene, según la «Nota de la autora»—.

En La soga de cristal volvemos a encontrar ciertos personajes a los que ya habíamos conocido en entregas anteriores, como Miguel o el comisario Robles, y se nos introducen otros en quienes no se había enfocado la narración previamente. En nuestra «comunidad cordial»—en que conviven varias generaciones, profesiones y habilidades—continúa el singular proyecto de vida en común, según el cual cada quien aporta lo que puede, que garantiza el adecuado—si bien desigual—funcionamiento de la que tiene por mal nombre «La casa las Locas». Al tiempo, se nos muestran en paralelo los engranajes de la extraña comunidad conformada por los «Mensajeros de Ishtar», liderada por el supramencionado Tom-Avelino, un anciano de ochenta años que gobierna la secta con mano de hierro en guante de lo mismo. Ahí, como en Santa Rita, se sigue una ética parecida a la explicada en el Programa de Gotha: «De cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades».

Lola Galindo y Greta adquieren un peso específico en cada una de las subtramas. Mientras Lola se dedica a investigar qué ha sido del Maestro y cómo funciona exactamente la perniciosa comunidad religiosa Greta—sobrina de Sofía—, por su parte, pasa la mayor parte de la acción descrita en la trama enterrada en vida entre papelotes y cascotes, con la esperanza de (re)construir una especie de historia novelada de la disfuncional familia Montagut-O´Rourke. Por motivos que no me resultan nada claros, Sofía se imagina a sí misma como una suerte de Sherezade—yo la veo más como una Sibila, pero creo que es posible que me pueda en la imaginativa lo mucho que me desagrada este personaje—, empeñada en tapar con siete velos los sórdidos secretos de una dinastía a la que quizá no le quede demasiado, por lo menos en su encarnación presente.

Resulta La soga de cristal, por todo lo anterior, un tipo curioso de novela criminal, o, al menos, a mí así me lo parece. Por su escenario peculiar, su acompasamiento de la trama al paso de las estaciones y la utilización de un «caso-marco», por llamarlo de alguna manera, identifico este tipo de novelas en mi cabeza como «de crimen orgánico». En este sentido, me recuerda la tetralogía de Muerte en Santa Rita a otras obras recientes como, por ejemplo, la trilogía del Baztán, en que el caso concreto se encontraba también insertado en una trama mayor que interesa la disfuncional familia de la investigadora Amaia Salazar.

Espero algún día poder dedicar más tiempo a eso del «crimen orgánico» y ver de dónde sale y a dónde nos puede llevar. En el entretanto, volveremos el año que viene, con algo de suerte, a la cuarta entrega de muerte en Santa Rita.

M.M.

P.D. Los dejo con el magnético Hozier.

Deja un comentario