Se ha escrito un crimen con Twin Peaks: ¿Qué nos queda de la gran epopeya americana?

Dejemos de fingir que hablamos de cosas diferentes (carta de Althusser a Lacan).

Hace un par de años se armó un cierto revuelo motivado por una entrevista que David Lynch concedió al diario británico The Guardian. En ella, no solo se limitó a justificar el ansiado retorno de la celebérrima Twin Peaks, sino que, además, ofreció los siguientes comentarios acerca del entonces presidente de los EE. UU., Donald J. Trump. Parafraseo: Podría pasar a la historia como uno de los grandes presidentes, ha perturbado el status quo. Nadie ha sido capaz de refutarlo con inteligencia. El exmandatario se apresuró feliz a leer—directamente del periódico, creo—los asertos de Lynch ante las cámaras de televisión y ante sus seguidores, congregados las unas y los otros en un mitin pre electoral en Carolina del Sur. Consternado, quizá, por el aluvión que se le venía encima, Lynch se vio obligado a matizar sus palabras mediante un post en la popular red social Facebook: […] Está [Donald J. Trump] causando mucho sufrimiento y división. […] Usted puede unir el país […] Su alma cantará […] Solo necesita tratar a los demás como le gustaría que lo trataran a usted.

Forzoso me resulta confesar mi estupefacción ante las enloquecidas esperanzas de quien yo creía maestro del sarcasmo y la doblez. ¿Cómo es posible—me preguntaba—la convivencia entre el discurso almibarado de Pollyanna y el cinismo de Blue Velvet? ¿De qué modo coinciden los calicós de La casa de la pradera y las gatas de Mulholland Drive? ¿Dónde, en definitiva, pueden encontrarse Se ha escrito un crimen y Twin Peaks?

Muy separadas ambas series en el espacio—de costa a costa, pues Se ha escrito un crimen (CBS) transcurre en Maine, estado al noreste del Atlántico, mientras que Twin Peaks (ABC) tiene como escenario el estado de Washington, en el noroeste del Pacífico—, pero no demasiado en el tiempo. La primera, Se ha escrito un crimen, se emitió del 84 al 96, la segunda, Twin Peaks, del 90 al 91; la tercera temporada, a lo largo de 2017.

De Portland (Maine) a (casi) Portland (Oregón) y, entre las dos, América. Una América que, de los 80 a los 90 parece haberse transformado de manera radical: se ha desmoronado el sueño americano. Basta, para comprobar esto, una breve ojeada al inicio de estas dos series. En Se ha escrito un crimen, diversas escenas de los hitos de la temporada se intercalan con fotogramas de la famosa máquina de escribir que usa la Fletcher; David Lynch, por su parte, nos presenta un montaje en el que vemos, tanto las impresionantes bellezas naturales de la localidad, como el engranaje que hace funcionar los no menos inmensos aserraderos, propiedad de la familia Packard-Martell. Vemos, tanto en un lugar como en el otro, dos industrias en franca decadencia—la maderera y la editorial—, cuyo punto de conexión, significativamente, se encuentra en el papel (esto, lo de la decadencia del papel, lo relata magistralmente la versión americana de The Office, estrenada en los 2000).

Que la televisión adopte como mito fundador—o que celebre, al menos—la caída del papel y demás industrias aledañas puede resultar, bien mirado, hasta natural. Además, no existen en USA grandes filósofos—de momento—que nos escriban (o nos describan) El crepúsculo de los ídolos, sin embargo—quizá por este mismo motivo—, siempre podemos contar con The Twilight Zone. Ambos, los pensadores y la «tele», el ojo y la hoja, no obstante, llegan a la misma conclusión, aunque por distinta vía: el emperador está desnudo.

A nadie se le oculta, creo, que uno de los hilos conductores de los filmes de Lynch consiste en la exposición de lo que aquí se llama el underbelly—vientre o punto flaco—de la sociedad estadounidense. Se ha escrito un crimen, por su parte, parece evocar una visión mucho más idealista—pese a la alargada sombra de la muerte—de un pasado nuestro, no tan remoto.

O, al menos, eso parece. Me gustaría remitirlos aquí a un capítulo de la serie protagonizada por Angela Lansbury, en el que se cuestionan ciertos de estos presupuestos. Se trata de «El donante indio»—»Indian Giver», expresión peyorativa que designa a quien entrega regalos con la esperanza de una contrapartida—, décimo capítulo de la cuarta temporada. La cosa sucede de la siguiente manera: se celebra el Día del Fundador en Cabot Cove y los sospechosos habituales, entre los que se encuentra J.B. Fletcher, están reunidos en la tribuna de las autoridades presentando ante la multitud allí apelotonada los diversos actos patrióticos. Estando en todo esto, interrumpe el júbilo general una lanza algonquina, que se clava en el podio del alcalde en el preciso momento en que este arrancaba a pronunciar su discurso. Enrollado en el asta, un contrato de concesión del s.XVIII, firmado por el gobernador de la antigua colonia británica, en que se otorga al jefe de una tribu nativoamericana, y a sus descendientes, la propiedad a perpetuidad de un conjunto de tierras que incluye a la actual Cabot Cove. Pronto estallan las tensiones, pues el intruso—nuevo propietario—, último descendiente directo y heredero, por tanto, del Gran Jefe Manitoka, pretende cobrar un alquiler a los legítimos «cabotcovenses».

Aparece, al poco, el cadáver de uno de los promotores de las palizas al pretendiente algonquino, un borracho con muy pocos amigos. Y, aquí, se produce una quiebra en el desarrollo de la trama. Porque hasta ese instante, J.B. Fletcher se había mostrado compasiva con las víctimas y acérrima defensora de los derechos de todas las personas, independientemente de su raza, sexo o condición. Pero todo cambia con la llegada de George Longbow. Aquí existe poca simpatía y conmiseración: aunque Jessica no se cree ni por un momento que el algonquino sea el autor real de la muerte de la que se lo acusa, le reprocha amargamente a Longbow, a pesar de todo, sus modos «combativos»—cuando es el propio Longbow quien lleva todavía la cara tumefacta a causa de la paliza que le han propinado los rufianes de Cabot Cove—. Y no solo esto hace al capítulo inusual dentro de la serie. En «El donante indio» se conjugan, además, dos tramas aparentemente separadas: la del pretendiente, que ya hemos detallado, y la del borracho que aparece cadáver, un maltratador que le hace la vida imposible a su mujer. También se desmarca la investigación del curso normal de los acontecimientos, pues la identidad de la mano ejecutora resulta harto evidente desde el primer momento.

Resulta significativo el papel de la violencia en este episodio. Pues, aquí, parece despegarse la narración de lo narrado: al unir las dos tramas—la de la usurpación de la tierra algonquina por parte de los de Cabot Cove y la de la violencia intrafamiliar—, se muestran muchas aristas comunes a ambas situaciones, a través de lo que sucede en la otra. Así, de un lado, se le reprocha al nativoamericano el que vaya «buscando problemas», del otro, se acusa a la mujer maltratada de haber decidido seguir la convivencia con su marido. Parece concluir este capítulo, pues, que la primera premisa necesaria en una sociedad que reparte justicia es que esa sociedad sea justa en sí misma, aunque sus propios habitantes, incluso los más señeros, no salgan demasiado bien parados en la historia.

Desconozco si David Lynch siguió en algún momento las andanzas de la señora J.B. Fletcher y, si lo hizo, qué sacó en claro de todo ello. Pero algo un poco parecido a lo del donante indio sucede en el transcurso de la investigación que atañe al asesinato de Laura Palmer. Todos lloran, al menos al principio, la muerte de la estudiante de instituto, muchacha de conducta aparentemente ejemplar: amiga de sus amigos, buena hija, cofundadora de un programa caritativo, Meals On Wheels, que se encarga de llevar comidas a domicilio a ancianitos enclaustrados, tutora de un niño autista… Sin embargo, y a pesar de que se irá descubriendo paulatinamente que esta imagen pública de Laura no siempre se corresponde con sus actividades secretas, la narración no asocia este hecho con su muerte. Si en el caso del episodio del donante indio la narración, para salvar la idea de justicia que da sentido a las investigaciones de Jessica, se ve forzada a imponerse y poner en entredicho la integridad moral de la propia escritora, en el de Twin Peaks la narración desaparece: son los propios personajes, cada cual con sus luces—que pueden ser las del melodrama, las del noir, o las del teatro del absurdo—, quienes se encargarán de cuestionarlo todo, todo el tiempo.

Así, entre los destellos de la investigación, dirigida por el excéntrico agente del F.B.I. D.B. Cooper—el XX es, después de todo, el siglo de las siglas—salen a relucir otras cosas no menos significativas. Entre ellas, la explotación y sus consecuencias, la prevalencia de la violencia doméstica, los tejemanejes de los Martel—quizá Lynch sí leyó lo de filosofar a martillazos—y los diversos negocios turbios y secretos poco confesables que parecen albergar los 51.201 «twinpeakeros» (iban a ser 5.120, pero la productora temió que la América rural no resultara lo suficientemente atractiva para sus televidentes. Un censo del 90, sin embargo, corrigió el error y restableció la cifra inicial, 5.120).  

Notable resulta también, al menos en mi opinión, la elección de los fetiches en esta serie. No me refiero solamente a detalles como el famoso leño—imagino que pretende Lynch con esto hacer destacar a una de las pocas habitantes del pueblo que no está dispuesta a «serrar»—o a la estética retro cincuentera de la hija del hotelero. Hablo, más bien, de asuntos que llegan directamente al corazón de la idiosincrasia fundadora de los EE.UU. Uno, la tarta de cereza, cuyo subido color contrasta con el más moderado interior de la americanísima tarta de manzana. Otro, la presencia de extranjeros, que sustituyen aquí a los inmigrantes. Ni lo del «tan americano como la tarta de manzana», ni lo de «América es una nación de inmigrantes» tienen cabida en Twin Peaks.

Tanto Se ha escrito un crimen como Twin Peaks, pues, parecen precisar de un desmantelamiento del sueño americano para mantener el sueño de la justicia. O, quizá, la lección en ambos casos acabe resultando parecida y en eso coinciden Se ha escrito un crimen y Twin Peaks: el verdadero sueño americano no pasa por la vallita de madera blanca o por tener los dos niños y pico, sino por la firme creencia en la posibilidad de remediar los graves errores del pasado para poder alcanzar «una Unión más perfecta». Esperemos que ese, al menos, no quede en papel mojado.

M.M.

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