Satélite Sam. Cómic.

  • Guión: Matt Fraction
  • Dibujo: Howard Chaykin
  • Editorial: Dolmen

Cada sobremesa Satélite Sam y su intrépida tripulación surcan el espacio en pos de la justicia y la aventura, el héroe favorito de los niños de América (interpretado por el sin par Carlyle White) te hará vivir las más apasionantes fantasías a través de Le Monde, la mejor televisión que se puede ofrecer en 1951.

Hasta que un día Carlyle no aparece a trabajar, menos mal que el guionista del programa, Guy Roth, se inventa un truco para que el borracho de su hijo Mike pueda sustituirle como Satélite Sam

mientras Libby, la ayudante de producción, va a buscarlo. Pero Mike va a tener que sustituirlo permanentemente porque lo que Libby encuentra es el cadáver de Carlyle en su picadero habitual.

Una muerte accidental, Carlyle era mayor y según la policía tuvo demasiada acción -usted ya me entiende, caballero (guiño, guiño)-, pero su hijo no está preparado para aceptar el duelo tan fácil. Y entre que hay una caja llena de fotos de las mujeres que Carlyle se llevaba a ese pisito en ropa interior y que Kara Kelly, la co-estrella del show, puede haber encontrado una pista sobre si hubo alguien más en el momento de la muerte de Carlyle, ambos se ponen a buscar quién fue esa mujer misteriosa y qué sabe.

Los creadores del cómic, Matt Fraction y Howard Chaykin, nos introducen sin anestesia en medio de la agitación propia de la realización de un episodio televisivo, que en 1951 se emitían en directo, al tiempo que hacen un dramatis personae. Por allí se afanan Mike White, que desde su regreso de la guerra en el Pacífico abraza la botella y está colocado en calidad de «hijo de», Kara Kelly, rubia nada tonta pero de pasado tumultuoso que ahora coprotagoniza Satélite Sam, el guionista del programa Guy Roth, un homosexual no tan en el armario, Libby Meyers, mano derecha del director del programa y mujer para todo, el actor secundario Hamilton Stanhope, un trepa al que lame las botas el también secundario Clint Haygood, Joseph Ginsberg, propietario de una cadena que o crece pronto o se extinguirá, y unos cuantos más, sobrevolándolos a todos la presencia de Carlyle White, el actor que con su carisma era la base sobre la que se asentaban todas las posibilidades de negocio.

Entre esta selva de personajes discurrirá de manera discontinua la investigación de Michael White. Éste, una vez en los zapatos de su padre se verá igualmente tentado por los placeres que ofrece la fama, e irá cayendo en todos los agujeros que se pongan a su paso. A su lado estará Kara, que sabe más de los rincones oscuros de lo que nadie sospecharía viéndola ahora como coestrella del programa de entretenimiento más famoso de la televisión y de telepredicadora en su propio show.

Entre medias, la investigación se entremezclará con las vidas del resto del elenco, tocando temas como el racismo, la homosexualidad y la forma de vivirla en los Estados Unidos de la posguerra mundial, la desmitificación de la bondad de las tropas norteamericanas en los países ocupados tras el final de dicha guerra, la posición de las mujeres trabajadoras en esos años o lo efímero de la fama y la belleza. El cuadro que se nos pinta de la sociedad que ha triunfado tras la Guerra Mundial, es el de un conjunto de personas desesperadas por vivir lo mejor posible mientras la cosa dure, porque nunca se sabe si a la vuelta de la esquina todo se va a desmoronar.

Si lo que he relatado hasta ahora suena como un tebeo típico de Howard Chaykin (con su interés por la década que va de 1945 a 1955, su interés por mezclar sexo y política en narraciones de tramas que exigen la atención del lector y su deseo de provocar), es porque este es el tebeo más chaykiniano que puede hacerse, pero mejor. Matt Fraction (pseudónimo de Matt Firtchman, 1975, Illinois) ha cogido todas las obsesiones del guionista-dibujante Howard Chaykin (1950, New Jersey) y ha mimetizado su estilo tan bien que cuesta creer que Satélite Sam no esté escrito por ambos autores. Y Chaykin debería agradecérselo infinitamente porque sus últimas obras como autor completo, no tan horribles como las que produjo al inicio del milenio -con honrosas salvedades, como los inéditos en España Challengers of the unknown-, sí que habían perdido ese toque diferencial y provocador que lo auparon a la fama durante los ochenta y primeros noventa del siglo XX.

Se nota, y mucho, el buen hacer del guionista en los diálogos, diferenciando la forma de hablar de unos personajes de la de otros, que muestran de manera eficaz lo que el dibujo no puede mostrarnos. Potencia con ellos y con la planificación de las secuencias, llena de flashbacks y cortes entre unas escenas y otras o de acciones paralelas, cómo la televisión de los cincuenta en Estados Unidos creaba una serie de fantasías para mantener a la gente, si no feliz, al menos entretenida mientras les vendía productos -un tema que según el académico Brannon Costello vertebra la obra del de New Jersey, siempre con una relación amor/odio con los mass media- mientras que es capaz con los mismos de enseñarnos las vidas de los implicados en la producción, con sus propios rincones oscuros (muchos de ellos ligados con el sexo, otro tema seminal de Chaykin pero al que Fraction no es ajeno, como su serie Sex Criminals nos demuestra).

Todo lo anterior me lleva a pensar que Chaykin ha hecho algo más que dibujar este título con un papel en el cómic más profundo de lo que los créditos nos muestran. La lucha de Ginsberg por expandir su negocio televisivo mediante su alianza con el político Wilson «Reb» Karnes, a quien Ginsberg y su esposa dan alas públicamente en su lucha anticomunista y privadamente en sus gustos más impublicables, no es algo que hayamos visto en trabajos anteriores de Chaykin pero nos suena.

Igual podemos decir del personaje de Eugene Ford, un ingeniero de imagen tan obsesionado por dirigir su propio programa como por conseguir a una cantante de tres al cuarto -en cuyo cortejo llega a rozar el acoso-, nunca hemos visto a un personaje calcado pero los temas que toca, con el racismo en primer plano y de fondo la lucha de clases y el ascenso social, sí que los ha transitado anteriormente Chaykin. Todo suena a él aquí, pero refinado por el teclado de Fraction.

Y, al contrario que en su faceta de guionista, en sus dibujos Chaykin nos demuestra que no ha perdido la magia, sigue controlando perfectamente la puesta en escena, sacando el máximo partido del coloreado en blanco y negro de la obra. Junto con Walter Simonson, es el dibujante de su generación que mejor conserva sus dotes narrativas, capaz de llevarnos de una conversación en un cuarto cerrado a una actuación en un cabaret lleno de humo y jazz sin solución de continuidad pero tan fluidamente que no notamos lo brusco del cambio de ambientes. Y además se muestra capaz de combinar elementos narrativos más clásicos y sus señas de identidad de toda la vida -esas pequeñas viñetas, con las caras mudas de los personajes revelándonos sus emociones, intercaladas en otras mayores o las televisiones en las que se ven a los personajes- con el uso de herramientas digitales para construir los fondos o distribuir los grises, huyendo, afortunadamente, de los brillos digitales de otras obras suyas recientes. Además, se añade que su eterno escudero Ken Bruzenak vuelve a acompañarle para realizar las onomatopeyas (también como letrista en la versión original en inglés), con lo que las páginas de la obra muestran un aspecto sobresaliente durante toda su duración.

Una obra adulta, que brilla en todas sus facetas y que ahora la editorial mallorquina Dolmen nos trae completa en un volumen en tapa dura, con el cuidado que suele caracterizar a esta casa en todos sus proyectos.

Miguel Ángel Vega Calle.

Deja un comentario