El sueño de la razón, de Berna González Harbour.

El sueño de la razón, Berna González Harbour. Destino.

Cesada, expedientada y suspendida nos encontramos a la comisaria María Ruiz en la cuarta entrega de la serie que protagoniza dicho personaje. En la ocasión presente, una serie de matanzas de animales con un fuerte componente ritual se une al asesinato de la zaragozana Sara Muñoz, becaria recién graduada de historia del arte cuyo cadáver aparece en una presa del río Manzanares. Enmarcan esta narración dos cuadros de otro zaragozano—Goya—, a saber, “La pradera de San Isidro” (1788) y “La romería de San Isidro” (1823). Cabe destacar, además, la influencia del ilustre inquilino de la Quinta del sordo en el título de nuestra novela: “El sueño de la razón produce monstruos”, conocidísimo grabado perteneciente a la serie de los Caprichos, fechado hacia 1799.

Ut pictura poiesis—como la pintura, así la poesía—, dicho, dicen, de Horacio, padre asimismo del beatus ille—feliz quien o aquel—, tropo que nos regaló los maravillosos sonetos de Garcilaso, pero también del carpe diem, progenitor este de casi todo lo demás. Y esta novela rezuma pintura, desde las escenas de los crímenes—gallos de rojas crestas, desangrados mirando al cielo “como en un bodegón”, o la muerte de la infeliz becaria, melena al viento y atada a un poste en el puente de Segovia— hasta el entramado del caso, dependiente del mundo del pincel. Esto ocurre de la siguiente manera, según González Harbour, porque le interesaba descubrir qué media entre las dos narrativas acerca de España, la de la Ilustración europeísta y la de la leyenda negra, tan bien documentadas por quienes se dedicaron a pintar nuestras costumbres. Con el objeto de alcanzar este propósito se utilizan, a modo de puntos de inflexión, las dos pinturas de Goya que mencionábamos más arriba.

La pradera de San Isidro.

Para comenzar a indagar en este asunto—el de la distancia, si existe, entre esas dos Españas que siempre me parecieron un poco de cartón piedra—, cabría preguntarse, en primer lugar, a qué obedece la omisión de los monstruos en la obra que hoy nos ocupa. Probablemente al hecho de que, en nuestra edad de(l) yerro, este tipo de corolarios—razón y monstruos—se dan ya por supuestos, al modo de alguno de esos que la lingüística ha dado en llamar “asociados esperados”, como Atreo y Tiestes, el amor y el matrimonio, también la hamburguesa con patatas fritas.

«La maja desnuda».

O, volviendo a Goya, las dos majas: a la desnuda, se sabe, le siguió la vestida. Algunos antropólogos y casi todos los estudiosos de la mitología comparada nos informan de que estas asociaciones, propias de lo mágico-mítico (de lo simpático) nos han dejado rastros, no solo en el pensamiento y en la estructura de las literaturas—don Quijote y Sancho, Hamlet y Horacio, Gargantúa y Pantagruel—, sino también en las lenguas, condensados estos pares en palabras singulares tales como cuate, both y ambos, tal vez sendos y sendas, todas ellas rastro del (casi) desaparecido número dual.

La romería de San Isidro.

Quizá resulte, sin embargo, conveniente o hasta interesante detenernos un poco más en estos pares. Porque, desde su nacimiento con Dupin, el noir se halla atravesado por esta lógica del asociado esperado, y no me refiero solamente a los ayudantes de los detectives más señeros como Watson, Hastings o Biscúter. Este personaje “compañero” suele desempeñar varias funciones, desde la de narrador sentimental—vale mucho la pena aquí consultar la entrada de Manuel Valle a este respecto—hasta la del “hombre medio”, abstracción imposible de realizar salvo en la persona del ingenuo Arthur Hastings, a veces separado, pero en el fondo inseparable, de Poirot. Pasando por el papel de contrapunto, como sucede en el caso de la serie de Alicia Giménez Bartlett que protagonizan Petra Delicado y Fermín Garzón. Tal vez el hallazgo más interesante del noir, al menos a mi juicio, se condense en la dispersión del punto de vista, quiero decir, la capacidad del par de ver lo que uno solo no alcanza. Función que casi no hallamos, después de todo, en el “ojo privado”, puesto que, en demasiadas ocasiones, funciona solo.

«La maja vestida».

Y algo parecido suele suceder con las investigadoras mujeres, bien profesionales, bien amateur, salvo en la ya mencionada instancia de Petra Delicado y quizá en algún otro caso. Nuestra comisaria de policía, María Ruiz, opera fundamentalmente sola, aunque se rodea en esta entrega de sus aventuras, como en las anteriores, de personajes que resultarán ya familiares a los seguidores de la obra de González Harbour, tales como el periodista Luna, sus compañeros de equipo—Martín y Esteban—y el novio, Tomás, convaleciente aún de sus graves heridas.

«Yo lo vi».

Porque vemos aquí a una María Ruiz enfrentada a todos, contra todos. Por un lado, se esfuerza en resolver la denuncia que pesa contra ella por insubordinación—que ella quiere convertir, significativamente, en un problema de audición: pretende sustituir la alegación de “desobediencia” por un asunto centrado en el “desoír”,  falta que, inexplicablemente para mí, acarrea una condena menos severa—. Por el otro lado, se siente aislada de sus apegos, puesto que está distanciada tanto de sus compañeros, como de Tomás. Y, con todo lo anterior a cuestas, se ve impelida a resolver la macabra muerte de la infortunada Sara.

«Por liberal».

Para conseguirlo, nos adentramos de la mano de María en el mundo de las instituciones—la policial, la cultural, la universitaria—y en este camino descubrimos, inevitablemente, su reverso. Porque eso se desprende, al menos en un principio, de El sueño de la razón: constituyen los ideales ilustrados y los monstruos de la razón una especie de par que, como el capitalismo y la pobreza del Tercer mundo, la salud y la enfermedad—o Sherlock y Watson, por mor del espíritu de TotalNoir— aparecen inexorablemente unidos. Así, junto con el tránsito en estos ambientes institucionales, también vagamos por el de los okupas, el de los sin techo y el de las redes sociales, terreno paradójicamente resbaladizo.

«Perro semihundido».

También observamos este fenómeno del haz y el envés con el retrato de las figuras de nuestra investigadora y el pintor de corte: existe algo más que un cierto paralelismo entre la historia vital de la una, y la del otro. Unas andanzas que se construyen a partir de un imaginarse en ambos casos como outsider, fuera de onda y, tal vez por ello, en última instancia, fuera de juego. Como si de una especie de fail safe o válvula de escape se tratara: más vale la autodestrucción que el machaque de los otros.

«La gallina ciega».

Lo cual trae aparejados muchos otros planteamientos difícilmente cuestionables en nuestro hoy. En todo caso, se trata El sueño de la razón de una novela que nos invita a escudriñar las sombras de nuestro pasado no tan lejano y, tal vez, a mirar un poco más allá.

M.M.

Disponible en la librería Estudio en Escarlata.

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