Misterio en el club de lectura, de Ellery Adams.

Misterio en el club de lectura, Ellery Adams. Editorial Alma.

Tengo cada vez más firme la convicción de que, si la Biblia, la Torá y el Corán—junto con tantos otros—resultan los textos sagrados del imaginario (el ello); la Constitución y el BOE, los del Estado («el Estado soy yo», que decía aquel), el cozy—quizá, por qué no, el noir en extenso—, por su parte, constituye la base ideológica (ficcionalizada, claro) de la sociedad civil (el superyó).

Y no me refiero solo a lo del feo asunto de la calle de Fuencarral que comentábamos hace un par de semanas. Aunque vale la pena notar, si bien solo de pasada, que una comparativa entre la obra del divino Garbancero y la que hoy nos ocupa—o la de tantas otras de su clase y condición—no arrojaría resultados tan disimilares, al menos en lo que concierne a las coordenadas básicas, como cabría esperar de tan dispares calidades.

Sea todo eso como fuere, me interesa más aquí y ahora incidir en eso del cozy y la sociedad civil, particularmente en lo que concierne a los clubes de lectura.

Porque parece que cozy y club de lectura van, al menos en el mundo angloparlante, de la mano, como el amor y el matrimonio, o el burro y la carreta. Hasta el punto de que numerosas obras de su especie—las de lectura, quiero decir—incluyen, a modo de apéndice, una serie de preguntas—¡cuánto cabría decir aquí de la verdadera naturaleza e intención de esas preguntas! — que invitan, en todo caso, a la reflexión en grupo.

Sabemos bien que la tradición de la novela enigma, que da paso a su vez al cozy—dicen que fue la solterona Miss Marple madre (o madrastra, o madrina) de todo este subgénero—suele no fiarse demasiado de la policía, en tanto que servidora (servil) del Estado. Incluso el propio Poirot, policía retirado, para ejercer sus células grises se ve obligado a cruzar el Canal. Si pensáramos mal, podríamos imaginar aquí una especie de (re)nacimiento cincuentón, al modo de un nuevo Quijote ojiverde, mostachudo y triponcete.

La trama de El misterio del club de lectura se sucede como sigue: Nora ha sufrido un terrible accidente—creo que debido a conducir borracha, pero no me quedó esto demasiado claro—que le dejan como resultado unas quemaduras que, en la imaginación, bien de ella, bien de la novelista, adquieren las formas caprichosas de una serie de criaturas submarinas. Estas cicatrices—que muy bien pudieran representar las cicatrices del noir, como en el caso de Terry Lennox—, aparte de conferirle un aspecto inquietante en ocasiones, parecen también haberle otorgado el poder de adivinar qué lecturas necesitan los clientes de su librería para sanar los males del alma. Dejando para mejor ocasión, si la hubiere, ciertos comentarios que ahora se me ocurren sobre la capacidad de sanación de los libros—en sibilina oposición a la del Libro, siempre—, cabe preguntarse ahora por la capacidad revolucionaria—quizá la verdadera sanación de esos difusos males—o, al menos, de crítica social que posee el cozy a través de su poder de convocatoria, y muy especialmente si tenemos en cuenta el público lector al que está destinado: mujeres de mediana edad o mayores, principalmente, pero no únicamente, solteras, divorciadas o viudas.

Que es poca, a primera vista, pero solo a primera vista. No sé cómo será esto en otros países, pero en los U.S. of A., ese bloque de votantes impidió en las elecciones del 20, y parece que seguirá impidiendo en las del 24, el regreso al poder de la derecha y la extrema derecha. Y, coincidentemente, o quizá no, también conforman mayoritariamente el público de los clubes de lectura, y muy especialmente del cozy.

Cuyos valores, como los de casi todo el noir, se oponen a los del Estado subyugado por el corporativismo, pero favorecen en el caso del cozy el estado del bienestar (se abre nuestra novela, de hecho, en un hospital).

Pues bien, cuando nuestra protagonista Nora sana, decide dejar atrás su antigua vida y trasladarse a un pueblecillo del oeste de Carolina del Sur, Miracle Springs, y montar una pequeña librería. Todo se tuerce, sin embargo, cuando aparece asesinado un promotor de viviendas, Neil Parrish, y a la policía local parece importarle más despachar rápidamente el caso que dar con la mano ejecutora. Ante tamaña incompetencia nuestra Nora, junto con dos amigas también regentes de pequeños negocios—una pastelería que «customiza» bollos para evocar sensaciones dispares en los clientes y un «spa» bastante al uso, respectivamente—, deciden llevar a cabo una investigación «comme il faut».

Para darles una idea del tono agridulce de este cozy, no se me ocurre nada mejor que este torticero párrafo:

La página de inicio de Propiedades Pine Ridge estaba compuesta por unos párrafos de texto y unas vistosas fotografías que representaban una visión idílica del sueño americano. En ellas aparecía una mujer hispana ocupándose de un exuberante jardín con flores, un padre sacado de las ilustraciones de Norman Rockwell columpiando a una niña de melena dorada, un perro labrador retriever sentado en el felpudo de la entrada de una casa, una pareja de ancianos de rasgos asiáticos compartiendo un balancín en el porche y, en la fotografía de mayor tamaño, una familia afroamericana posando delante de su casa perfecta.

Me ha sorprendido (agradablemente) la mordacidad de la cita—particularmente el toque de la mujer hispana cuidando del jardín y el de los afroamericanos ante su casa perfecta, pero en fotografía aparte—, especialmente cuando consideramos que el cozy supone, siempre, un entorno idílico que se ve amenazado por el asesinato intempestivo. Y, sin embargo, la sorpresa se domeña cuando nos damos cuenta de que aquí no se está intentando destruir el sueño americano de la vallita blanca y los dos niños—parece bastante claro que nadie cree en él ya, y quizá nunca se creyó en él—, sino de crear otra noción de idilio, llena de café, amigas, bollitos y lecturas, si bien no siempre tan agradables como esperamos, sí por ello mucho más interesantes.

M.M.

P.D. Ahí lo dejo. Ya me contarán. En el entretanto, claro, Amélie.

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