La naturaleza de la bestia, de Louise Penny.

La naturaleza de la bestia, Louise Penny. Salamandra Black.

«You may all go to Hell, and I will go to Texas». (David Crockett).

No envidio en lo absoluto la descomunal tarea a la que debió enfrentarse la traductora del undécimo libro de la serie de Armand Gamache, Patricia Antón de Vez, a la hora de sugerir un título adecuado a la versión en español. Porque La naturaleza de la bestia, apertura que, ciertamente, impone un cierto respeto, llevaba un título igual de sonoro, pero de connotación mucho más prosaica, en el original anglófono: The nature of the beast. En esa lengua, la expresión «the nature of the beast»—de origen desconocido, al menos para mí—se utiliza de manera habitual para nombrar un conjunto de características, normalmente negativas a juicio del hablante, que apuntan hacia el funcionamiento de ciertos mecanismos o instituciones—también, por lo general, nocivos para quien así se expresa—. Así, por ejemplo, si nos interesa deplorar el aumento del 7000% en el precio de la luz, como producto inmediato de ciertos no tan oscuros procesos que dominan el mercado energético, podemos decir que en eso precisamente—en subir el coste cuando crece la necesidad—consiste la naturaleza de la bestia.

Bajo este parcial punto de vista—por lo subjetivo, se entiende, no necesariamente por lo opacado—, puede resultar esta expresión, tal vez, algo natural, pues muchos de quienes viven en el continente americano frecuentemente se imaginan conviviendo también con la bestia. Y bestias, aquí, hay muchas, y quizá cada quien tenga la suya.

Siguiendo con este asunto, encabecé la reseña de la novela que aquí nos ocupa con otra popularísima cita, en esta ocasión atribuida a David Crockett, el archiconocido «rey de la frontera salvaje», muerto el 6 de marzo de 1836 en San Antonio a causa de la defensa de El Álamo. Este dicho que dicen que dijo nuestro héroe folklórico, que ahora sirve para decorar innumerables guardabarros de camionetas—casi todas ellas texanas—se cita, como casi todos los de su clase, a medio gas. Porque la cosa sucedió del modo en que aquí se verá: en 1835, Crockett sufrió una amarga derrota en su intento de resultar reelegido como congresista del ya desaparecido partido Whig por el estado de Tennessee.

Lo que peor le sentó al ex-político, al parecer, fue perder a manos de un (casi) perfecto desconocido, el demócrata Adam Huntsman, hecho que provocó la admonición de Crockett a sus—también ex—representados: «Puesto que habéis decidido sustituirme por un hombre con una pata de palo, podéis iros todos al infierno, que yo me voy a Texas». Quizá nunca sabremos ni cómo exactamente perdió la pierna Huntsman—según algunos, por culpa de los Creek, para otros, por obra de los Seminole—, ni siquiera cuál de las piernas le faltaba—aunque, en este sentido, naturalmente, no exista demasiado espacio para la especulación—, pues el propio Huntsman insistió toda su vida en que esta merma le acaeció por culpa de un mal mordisco. Viéndose reducido de tal modo, Huntsman explicaba que se había metido en la política porque «no podía trabajar, [le] daba vergüenza pedir y [le] era imposible robar, pues resultaría fácilmente identificado por [su] huella».

Concluido todo aquel barullo—eso sí nos queda claro—, Huntsman acabó en Washington y Crockett, perdido en algún lugar del bosque nacional que lleva hoy su nombre. Y allí, si hemos de creer el testimonio de Crockett, se encontró con el Sasquatch. Esta mítica bestia forestal, aparentemente, le habló al prócer de la independencia texana tal que así: «Huye de Texas y abandona esta causa perdida». Dice Crockett que, cuando intentó interrogar al bigfoot acerca de tan ominosas palabras, el bicho se esfumó en el aire «como las volutas que forma el vapor del rocío matutino en una charca de ranas».

El asunto de la bestia nigromante—predijo también en ese encuentro la muerte de los valientes en un plazo de seis meses, en El Álamo—, ciertamente, constituye uno más de los numerosísimos «tall tales» que gustaba de contar Crockett. Se tratan estas historietas de frontera de algo equivalente en español a la expresión «cuento chino», derivada de las narraciones inverosímiles de Marco Polo acerca de ese país. En todo caso, le sirvieron a Crockett, no solo para aumentar su estatura política, sino también, y sobre todo, para acrecentar su leyenda como hombre independiente, autosuficiente—juraba que mató y desolló a un oso con sus propias manos, cuando era un niño de solo tres años de edad, mediante un cuchillo de madera tallado por él mismo—cuyo mayor enemigo es el gobierno tiránico.

Quizá hayan resultado estas demasiadas palabras para justificar por qué, tratándose de la obra de la canadiense Louise Penny, no me sorprende en lo más mínimo que Gamache—otra leyenda—se halle ahora retirado de la Sûrete du Québec, tras haberla limpiado personalmente de elementos corruptos a lo largo de las anteriores entregas de la saga. Porque, gracias a esta circunstancia, cuenta el ex-policía con la posibilidad de actuar de manera extraoficial para resolver un asunto que, como siempre, le acaba tocando muy de cerca. Más aún en estos momentos en que él y su esposa, Reine-Marie, se han afincado en Three Pines con el objeto de intentar huir de sus propias bestias. Pero existen en la trama otros puntos de conexión con lo ya dicho, pues arranca con la historia de un niño de nueve años, Laurent Lepage, que anda contando «tall tales», no tan alejados de los de Crockett, de manera habitual, por lo que nadie se cree ni por un momento el cuento chino de que ha encontrado el pequeño un arma en el bosque, en brazos de un terrible monstruo. La escéptica perspectiva de Gamache acerca de las cosas cambia de manera radical, sin embargo, cuando aparece muerto Laurent, aparentemente de manera accidental, a causa de un mal percance en su bicicleta. Gamache inmediatamente sospecha que Laurent ha sido asesinado, no solo por la extraña posición del cadáver, sino también, y sobre todo, porque no encuentra por ningún lado un palo que acarreaba el pequeño a todas partes, ya que le ilusionaba al niño imaginar que se trataba la pobre rama de una gran arma con propiedades fabulosas. Participan en esta tristísima investigación, además del propio Armand, los fieles del clan Gamache: Isabelle Lacoste, recientemente ascendida a inspectora jefe, y su segundo, Jean-Guy Beauvoir.

Y, entonces, aparece también, junto con el palo del chiquillo, el supercañón de Gerald Bull, parte del proyecto Babilonia.Y aparecen también, con él, otro montón de monstruos, entre ellos un profesor de física, junto con unos agentes del servicio de seguridad nacional canadiense que buscan hacerse con el arma, ellos sabrán para qué. Ya lo decía en los ochenta otro pionero del camino, en esta ocasión, que conduce desde las doradas colinas de Hollywood a las verdes laderas de la Casa Blanca: «Ya saben todos los que me conocen que estas son las nueve palabras más terribles que se me ocurren en lengua inglesa: ‘Soy representante del gobierno y vengo a ayudar’». Entre tanta aparición y aparecido, como no podía ser menos, se halla (otra) bestia, esta vez del noir más puro: un asesino en serie, a quien Gamache y la avinagrada poeta Ruth Zardo conocen muy bien, de cuya inmerecida libertad depende un hallazgo vital para la seguridad, no solo de Three Pines, sino del mundo entero. Ya lo señalé en mi anterior entrada sobre esta serie: Three Pines intenta aislarse del mundo, pero el mundo no sabe, no puede, o no quiere, aislarse de Three Pines.

Esta novela de Louise Penny, como los mejores tall tales—o las peores mentiras—, aunque parezca fantástica, está basada parcialmente en un hecho real: la historia de Gerald Bull, ingeniero canadiense que obtuvo el doctorado a la tierna edad de veintitrés años, y también bastante entregado a lo del fabular. Así, en 1958 afirmó, basándose en la nada, que Canadá pronto se hallaría en posición de igualar la proeza rusa del Sputnik. No le costó eso el despido, sin embargo: lo echaron del trabajo tras perder los papeles en una violenta discusión con su superior directo, debida al gran odio que sentía Bull por los trámites burocráticos.

Tras esta pequeña derrota volvió el ingeniero en mejor forma que nunca, reinventado como traficante de armas ilegales. Fue arrestado por ello y enviado a prisión, pero ni siquiera eso logró detenerlo. Diseñó después de lo de la cárcel en Pennsylvania un supercañón, «Baby Babylon», a modo de ensayo de un proyecto mayor, «Big Babylon», este último destinado a Iraq. Se dice, además—pero no he podido confirmar esto—, que Bull ocultó Baby Babylon en algún lugar de los bosques canadienses, pero asegurándose primero de que la boca del cañón apuntara directamente a su vecino del sur, los U.S. of A. Sea esto como fuere, Bull apareció asesinado, por mano o manos desconocidas, en su apartamento de Bruselas el 22 de marzo de 1990.

El continente americano, como los demás, tiene sus propias mentiras, sus propias cárceles y sus propias bestias. Todo ello favorece, en mi opinión, tramas como la que aquí se desgrana, dependientes en buena medida de una relación entre el individuo, la sociedad y el gobierno entendida como problema, incluso como guerra apenas soterrada: para que uno gane, ha de perder el resto. O quizá, después de todo, nos convendría más abandonar a nuestras bestias, culpar de lo que podamos a la Naturaleza y corear con Emilia Pardo Bazán—es su año, vale la pena recordarlo—aquello de: «Naturaleza, más que madre, eres madrastra».

M.M.

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