La taberna de Silos, de Lorenzo G. Acebedo.

La taberna de Silos, Lorenzo G. Acebedo. Tusquets.

Se nos escamotea casi toda la vida—y no poco de la obra—de Gonzalo de Berceo, primer poeta en (y del) castellano, hasta la fecha, con nombre conocido. He encontrado por pura casualidad, sin embargo, una feliz ilustración que podría tal vez dejarnos saber algo más del hombre que se esconde tras el nombre.

Pues bien, cuenta Brian Dutton—prestigioso hispanista inglés, ya fallecido, quien dedicó su carrera a seguir los pasos de la de Berceo—que se inspiró la Vida de Santo Domingo del emilianense en la Vita Beati Dominici, de Grimaldus. Para demostrar que Berceo, efectivamente, sí estuvo en Silos—algo que el libro que ahora nos ocupa, quizá con la punta de la lengua tocando la mejilla, certifica—aduce como prueba el estudioso que Berceo efectuó una ligera, pero sustancial modificación en su fuente. Así, el ¿original? de Grimaldus nos habla de cómo Santo Domingo vio en las inmediaciones de Silos un río en el cual confluían otros dos: uno blanco (llamado el Ura o Mataviejas); el otro, el río del Santo, al cual, por su color rojizo, compara el autor de Vita Beati con la sangre. Un río blanco y otro de sangre, pues.

Berceo también nos habla de estos dos ríos, pero en estos términos:

blanco era el uno  como piedras cristales

el otro plus bermejo  que vino de parrales

Este cambio demuestra, para Dutton, que Berceo debía de haber visitado Silos porque, según el de Albión, este «parrales» se refiere, literalmente, a un campo vecino al monasterio, todavía hoy conocido como «Los Parrales»—aunque, parece, parras ya no quedan—. A mí me llamó la atención, en todo caso, no solo la sutilísima alusión a la archiconocida transubstanciación (aquí, un asunto más bien de transposición o hasta de traducción, sangre: vino), sino, y aún más que ese afán «catequista», el vitalismo profundamente terreno—preñado de ironía—de ese «vino de parrales».

Y es que creo que este es precisamente el Berceo—vividor y vitalista, irónico e ironista—que nos muestra aquí brillantemente Lorenzo G. Acebedo. A quien le agradezco, y mucho, que de alguna manera me haya forzado—¿auxiliado?—a reconciliarme con ciertas cosas.

Porque yo, queridos lectores, proclamo desde aquí que le tengo una (casi) irracional antipatía al mester de clerecía. Por ese «curso rimado» que me parece (casi) siempre—posiblemente equivocadamente—andrajoso, miserable y con regusto de sopa de convento; por esa unión artificial y artificiosa entre cuaderna y quadrivium, cesura y censura; por, en definitiva, esa doblez que tiene, en mi sentir, el solo propósito de doblegar.

Así pues, empecé a leer La taberna—confieso parapetándome tras mi escudo, M.M.—pensando en comenzar esta reseña con alguna pulla rastrera, borde y malintencionada (conste que así peco por mis cinco «sesos») celebrando villanamente la conveniencia de una firma anagramática para tratar de un autor tan detestado por mí como Berceo. Pero, en esta ocasión—como en otras—, se me ha hecho muy corto el camino a Damasco: pronto me apercibí de que, aquí, se hablaría mucho, y muy bien, también de más cosas.

Como les decía, pronto experimenté este giro copernicano, a través de las siguientes frases:

«Ahora que el orden ha cambiado y los monasterios han quedado relegados en beneficio de las cancillerías de los burgos, cuesta recordarlo, pero por entonces solo los campesinos pensaban aún que en el monasterio los monjes se apartaban del siglo. Todo lo contrario: los monasterios eran el siglo». (en cursiva en el original).

Porque Acebedo describe en su novela—pero sin cargar demasiado las tintas en ello—tanto «la sangre oscura del siglo» como «la espuma nacarada del siglo». Un siglo, el XIII, relativamente poco conocido—o, quizá por el proverbial sentido del humor de Dios, poco divulgado—, pero fascinador y fascinante, tanto en su convulso continente, como en su (a veces) confuso contenido. Pues se trata nuestro XIII de una suerte de apertura al mundo—o, al menos, a Europa—, a través, claro, de Roncesvalles, de los nuevos caminos de Santiago, del auge de la veneración mariana (del culto de hiperdulía) y también—no sería excusable no mencionarlo—del nuevo y hermoso mester que traen los clérigos, posiblemente de Francia, quizá de Italia.

Y el Berceo que aquí se nos presenta se trata de un hombre profundamente integrado en el siglo—pertenecía al clero secular, de hecho—, y se hilvana hábilmente así, a través del caso, la variada peripecia de nuestro complicado XIII. El asunto de la novela se resume en lo siguiente: Berceo recibe el encargo de dom Juan, el abad de San Millán (parece que Berceo llegó a ser su notario), de escribir una Vida de santo Domingo, con el fin de cimentar los lazos de hermandad entre los monasterios de San Millán y de Silos, por un lado y, por el otro, de conseguir llenar las arcas de esos conventos, bastante menguadas por los desiguales resultados de las terribles luchas de poder entre obispados y papado, y de estos con los pobres monasterios. Pues bien, puesto que nuestro Berceo se niega a «escribir aventura»—ya lo dijo el «verdadero»: «lo que non es escripto no lo afirmaremos»—, precisa copiar esa Vita de Grimaldo que ya mencionamos al principio para poder él entonces trasladarla al «román paladino». Se encamina, pues, a esa misión «poética y diplomática», pero en Silos le espera la suerte de «comunión caníbal» (están comiendo los monjes un exquisito guiso en el que alguien encuentra un dedo humano) con la que se abre, in medias res, nuestra novela. Forzado, casi, por las circunstancias, se ve obligado entonces Berceo a investigar las extrañas muertes y desapariciones de la enclaustrada comunidad silense.

No sé quién se nos oculta tras el nombre Lorenzo G. Acebedo—otra vez, la ironía de Dios—, pero me consta que la documentación de esta novela es exhaustiva. Quienes sigan los avatares de la recepción crítica de Berceo encontrarán numerosos guiños a esas disputas académicas—el Berceo inocente y primitivo frente al hábil comunicador, su recién descubierta carrera militar, el viaje a Silos, la posible autoría del Libro de Alexandre—, pero en ningún caso se nos abruma con el dato, ni resulta preciso en absoluto conocerlo para disfrutar aprendiendo con La taberna. Se entretejen, más bien, una visión amplia de nuestro XIII y una visión más que recomendable del hombre y de su obra.

Se ha comparado La taberna de Silos con El nombre de la rosa y, ciertamente, existen parecidos—la narración en flashback de un Berceo ya viejo, la atención al mundo monacal—, pero, si puedo elegir, prefiero nuestra realista sub risa a la fantasiosa sub rosa de los otros. ¡Que inventen ellos!

M.M.

P.D. Los dejo con «Mary On A Cross». Me hace una cierta ilusión pensar que a mi recién descubierto Berceo quizá le haría alguna gracia.

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